jueves, 25 de diciembre de 2008

Hubo un tiempo

Los que tenemos cierta edad, peinamos algunas canas y el tiempo nos ha despertado algo de eso que llaman «sentido común», recordamos las historias familiares que nos traían, al comedor o a la sala de estar preferentemente, nuestros padres, abuelos o tíos, en las que nos señalaban algún antepasado conocido en el barrio, o en el pueblo, por su palabra. Nos decían que, entonces, bastaba esa palabra para adquirir un compromiso que sólo podía romperse con el fallecimiento. También nos contaban que con ellos no hacía falta llamar a ningún notario, ni pedía nadie un abogado, para que diera fe de lo que con ellos se había acordado. Si alguna vez, y porque alguna circunstancia especial así lo requería, firmaban un documento –al que llamaban papel- lo hacían sin la presencia de ningún «leguleyo» o «picapleitos». Una profesión u oficio éste tan respetable, o despreciable, como la de banquero, periodista, cargo político, cura o prostituta, ya que depende de la necesidad que tenga alguno de los citados para hacer alguna valoración sobre ese tipo de trabajos.

Pero no divaguemos, y volvamos al tema central. Cuando nos relataban estas historias, la intención de quien nos la contaba era la de despertar, en nosotros, la aceptación de la responsabilidad, la comprensión de lo que contraemos con nosotros mismos cuando adquirimos un compromiso. Cierto es que hacían referencia a otra época, un tiempo en el que la palabra de una persona era expresión valiosa de su riqueza, el acto que resumía, en un solo gesto, toda su vida.

Y esto era así porque las palabras, entonces, tenían un significado concreto, preciso, que no dependía del momento o «estado de ánimo» de quien las pronunciara, ni dependían si eran dichas bajo tales o cuales circunstancias. Mujer, hombre, niño, joven, adulto o anciano eran términos que designaban inequívocamente a las personas; casado, soltero, obrero, campesino, empresario o parado definían la situación social de una persona; valentía, cobardía, prudencia, lealtad, honor, doblez eran las palabras que precisaban la trayectoria vital de un individuo. Algunos, tal vez, puedan objetar que, en la actualidad, esas palabras tienen el mismo valor, y que siguen existiendo personas con palabra que adquieren compromisos que sólo se rompen con la muerte. Pero permítanme que disienta, en aras de eso que llaman lo políticamente correcto y el «buen rollito» imperante en esta España chata y zafia en la que nos ha tocado vivir... aunque a decir verdad me importa muy poco que los bienpensantes de esta «sociedad civil» consideren como aceptable lo que voy a decir.

En este principio de siglo y de milenio -que no es poca cosa para empezar- todo está trastocado haciendo realidad aquel tango de Discépolo llamado «Cambalache». Podemos ver, en la casi omnipresente televisión, como se pagan grandes sumas de dinero a delincuentes a cambio que relaten, ante las cámaras, sus fechorías, excusas o sentimientos. Se dan unas cifras que una persona, trabajando honradamente, jamás podrá alcanzar en toda una larga vida laboral. Podemos observar como «agentes financieros» y banqueros en general se presentan como sujetos dignos, es decir, como ejemplos a imitar, a pesar de ser los causantes directos de la mayor crisis que, en la historia se recuerda, ha empezado a atravesar este sistema en el que estamos inmersos, el capitalista –por cierto: ojalá desaparezca pronto de la faz del planeta- mientras los que trabajan diariamente son tratados -y a veces llamados en un golpe de sinceridad- como pringaos. Podemos leer en los periódicos, o en las revistas, como se reescribe diariamente la realidad, adecuando el «panorama» a los intereses de los consejos de administración y los inversores.

En definitiva, podemos comprobar como las palabras ya no significan nada, porque pueden ser utilizadas de una forma u otra o al revés, pueden significar una cosa o la contraria o la intermedia, dependiendo de quien las diga, escriba o utilice... y en que día las utiliza, pues si ayer era «equis» mañana será «y griega».

Es por eso que están los notarios, los abogados, los registradores, los «representantes del pueblo» (cargos políticos), los periodistas, los curas y toda esas pandillas que han hecho, del manoseo de las palabras, su profesión, con la única función de hacerse imprescindibles, porque ya no sirve para nada tener honor, ni palabra, ya no existe compromiso si no está puesto en negro sobre blanco y con la firma de algún especialista en derecho al final del folio -o del medio centenar de folios-. Y la pregunta surge irrefrenable en mi mente ¿Sirven de algo las historias que nos contaron nuestros padres, abuelos y tíos?

1 comentario:

  1. Y todavía nos encontramos (por lo menos algunos «reemplazos») en el tiempo que muchos de nosotros sabemos que esas historias que nos contaban eran ciertas.
    Pero los últimos «reemplazos» ya es que ni se las imaginan. Para ellos sólo existe, ha existido y puede existir lo que vemos ahora.
    Por lo menos nosotros nos las imaginamos, porque algo recordamos, y más o menos sabemos que así funcionaban las cosas.
    Y como lo recordamos, aún acariciamos en un rincón o vericueto de nuestro ánimo... que «otro mundo es posible» para el futuro.
    Pero, señor González, cuando los que peinamos algunas canas (los que aún conservamos pelo, je je) desaparezcamos, se perderá incluso el recuerdo de esas historias que nos presentaban un mundo, una época, unas persoras diferentes.
    Y como nadie recordará esas historias (o si se las cuentan NO lo creerán) nadie será consciente que otro mundo es posible.
    Disculpen el tono pesimista.

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